Ignacio del Valle

BIOGRAFÍA
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Serie Arturo Andrade
« volverSoles negros (2016)
Alfaguara, 2016

1. Insolación

 

—Malos frutos da esta tierra.

Celedonio mantenía los ojos fijos en un montón de tierra recién removida, en aquella finca árida e inculta al borde de un encinar. Una mano pequeña y delicada sobresalía entre los terrones secos, pardos y rojizos, revuelta con hojas podridas, ramitas, piedras y mechones de cabello castaño. Arturo también tenía la mirada quieta tras sus gafas ahumadas, pero en una enorme babosa negra y brillante que ondulaba unos centímetros a la izquierda de la mano. Unos metros más allá, uno de los números de la Guardia Civil vomitaba de rodillas, mientras su compañero le sujetaba por los hombros. Se escuchaba el monótono zumbido de los insectos, sonó el disparo lejano de algún cazador. La canícula hacía que el aire se estremeciera, las frentes brillasen de sudor, la ropa se volviese pegajosa y asfixiante. Los campos extremeños se consumían en una fiebre lenta. Arturo se echó el sombrero hacia atrás con un par de dedos y se volvió hacia Celedonio, el alcalde del pueblo cercano, con su cabeza de yunque, una enorme barriga y un bulto en el cuello.

—¿Y cuándo dice que la descubrieron?

—En la mañana; fue Faustino, uno de los porqueros del señor duque. Su perro empezó a ladrarle a un grupo de cochinos que se habían reunido aquí y, cuando se acercó, encontró lo que ve. Los animales estaban desenterrándola.

Arturo apretó la mandíbula congestionado y se quitó la chaqueta, retirando con el dorso de la mano el sudor que se le metía en los ojos. Había tanta luz que parecía que un segundo sol se hubiera puesto a resplandecer. Se acercó a la manita y aplastó con la puntera la gruesa babosa que estaba a punto de rozarla; lo hizo con un movimiento giratorio, lento, y limpió la pasta sanguinolenta en una piedra. A continuación dobló minuciosamente su chaqueta, la colocó en el suelo, se quitó las gafas, guardándolas en un bolsillo, y, en cuclillas, estudió la escena. Permaneció así, sombrío, silencioso, inmóvil. Un runrún de moscas al reclamo de la muerte, legiones de hormigas fluyendo hacia el cuerpo. Se arrodilló y comenzó a apartar la tierra a puñados hasta hacer brotar el rostro y el cuerpo de la niña, porque no era más que eso. Estaba cubierta únicamente por un camisón, y mostraba por todo su cuerpo verdugones violáceos, que no debían ser confundidos con los esporádicos bocados de los cochinos. Sus ojos color aceituna cubiertos por una película lechosa, las líneas suaves de su cara, un cuerpo flaco y liso. No olía, y la carne todavía estaba firme; no podía llevar mucho tiempo así. Arturo espantó las moscas con un gesto impaciente. Aunque las pezuñas de la piara habían transformado el terreno en un barullo indescifrable, lo registró todo palmo a palmo, a pie, de rodillas, gateando. En el transcurso de su pesquisa, el guardia civil, pálido y sudoroso, fue llevado por su compañero a una zona umbrosa, y ayudado a sentarse contra un tronco. El alcalde también optó por ponerse a la sombra. Al cabo, Arturo volvió su atención a la niña; no le cuadraban los pinchazos que había descubierto en las yemas de sus dedos. Y entre sus cabellos, tampoco unas partículas blanquecinas. Sacó una libreta, arrancó una hoja, y con una peque­ ña navaja fue recolectándolas una por una, doblándola herméticamente. Se irguió y se puso la mano en la nuca; tenía el cuello quemado por el sol. La frente le empezó a latir; recogió su chaqueta y se puso a resguardo junto a los números. Una cantimplora estaba pasando de uno al otro; el de la pájara tenía la cara chorreante de agua y los cuellos del uniforme húmedos.

—¿Me dan un poco? —preguntó Arturo.

—Claro, sírvase.

Le entregaron la cantimplora y tras refrescarse el rostro y el cuello echó un par de tragos generosos. Enroscó el tapón y la devolvió. El alcalde se les unió secándose la cara con un pañuelo.

—¿Qué tal se encuentra?

—preguntó Arturo al del jamacuco.

—Mejor —respondió el guardia con cara de circunstancias.

—Este calor... —se quejó Arturo— y esta mierda de moscas —soltó un violento manotazo—, por qué hay tanta mosca...

—La solana es comprometida, y pone nerviosa a la gente —acotó el cabo—, hay querellas por nada y angelitos al cielo... A nosotros se nos acumula el trabajo. Hace una semana, un vecino descubrió a su mujer con otro hombre, cogió una pistola y la mató. Sin más.

—¿Cuántas veces disparó? La pregunta cogió desprevenido al cabo.

—Todo el cargador.

—Entonces es que la quería mucho —sentenció Arturo—. Volviendo a lo nuestro, ¿no han avisado al juez?

—Está de camino, con el cura.

—¿Y el fotógrafo? —De resaca, están resucitándolo.

Arturo observó al número, que toqueteaba el correaje e intentaba ponerse otra vez el tricornio.

—¿Ha habido denuncias de desapariciones? —retomó Arturo.

—De críos no.

—¿Y de qué entonces?

—De ganado, de maridos que se fueron a buscar tabaco, pero no de críos.

Arturo hizo un gesto burlón y asintió.

—Y este campo ¿de quién es?

—Del señor duque —contestó esta vez el alcalde.

—¿Cómo se llama?

—Manuel Alfonso Pío Judas Ramón Cabrera y Flores de Lizaur.

—Ya.

El silencio de Arturo era una búsqueda. Observó al cabo, que tenía una de esas barbas necesitadas de dos rasurados diarios y que gastaba una seriedad rigurosa.

—¿Tienen algún sospechoso capaz de hacer algo así? —inquirió.

—Sospechosos los de siempre, pero de esto... no los veo.

—Bien, entonces quiero que enchiqueren a cualquier mendigo o desconocido que haya aparecido por la zona en los últimos tres días.

—¿Por qué los detenemos?

—Por respirar. ¿No es suficiente?

—Esto ha sido cosa de los rojoseparatistas —intervino Celedonio, indignado.

—No —le contradijo Arturo—, esto es cosa de algún hijo de la gran puta.

El alcalde enrojeció todavía más y guardó silencio. Arturo volvió la vista hacia el cadáver; ¿por qué?, ¿por qué no se acostumbraba a la muerte?, ocurría a todas horas, era como nacer, igual de vulgar, igual de milagroso, estás y de repente no estás. O quizás era aquella muerte en concreto, la de una cría que no había podido vivir y sufrir con toda su variedad de formas, con toda su complejidad. La contrariedad, el enojo, el desconcierto. Una gota de sudor le cayó por la sien hasta la mitad de la mejilla y fue a parar detrás de la mandíbula. Las moscas acudieron a ella, Arturo lanzó violentos manotazos.

—Esto es increíble.

—Las moscas también se vuelven locas con el calor, como la gente —subrayó el cabo.

Arturo obvió el comentario y siguió considerando la escena con una mirada indolente. El culpable o los culpables habían masacrado a aquella cría, seguramente en otro lugar, y se habían tomado la molestia de trasladarla hasta allí. Aquello todavía no le suscitaba preguntas, pero sí inquietudes. Un vehículo, de noche, por aquellas carreteras solitarias, dos chispas atrayendo todas las miradas, implicaba un riesgo, una necesidad; eso o la seguridad de que no iban a ser detenidos. Y aquellos puntos de sangre en los dedos. Y las partículas lechosas. Indicios. Ritmos.

—¿Adónde se llevan el cuerpo? —no hizo la pregunta a nadie en concreto.

—Tienen una nevera en Cáceres —respondió el alcalde.

—¿El juez viene de allí?

—Sí.

—¿Y el médico?

—Ese viene de aquí, del pueblo.

A lo lejos sonó el matraqueo de un motor, acompañado de un humo negro y grumoso. Arturo se puso las manos en la cadera y siguió con la vista al cascado Fiat que arrastraba estelas de polvo.

—Que alguien lo pare —dijo—. Y rápido.

El cabo, tras comprobar que su compañero seguía indispuesto, se echó el fusil al hombro y corrió campo a través. Les dio el alto; del coche bajaron un sacerdote y dos personas más, que hablaron con el guardia civil y le siguieron en dirección al encinar. El alcalde hizo las presentaciones; cuando Arturo ya fue el capitán Arturo Andrade, advirtió al cura que, de momento, rezase a distancia, y se hizo acompañar por el juez y el fotógrafo. Este último, un tipo flaco y blanco como el requesón, sudaba la gota gorda para echar todo el alcohol que había trasegado la noche anterior. Se metieron en harina al tiempo que Arturo iba dando instrucciones y acotando dudas; cuando creyó que podían volar solos, se apartó con el cabo. Sus sombras se espigaron.

—Usted se llamaba Salvador.

—Sí, mi capitán.

—¿Y sabe por qué le he mandado parar el coche?

—Para no enredar más la zona.

—Bien, Salvador, es usted tan espabilado como creía. Y ahora me lo va a seguir demostrando: ¿hay mecá­ nico en el pueblo?

—Y bueno, Fulgencio.

—Mejor que mejor. Me lo va a traer, le explica el lío y que les eche un vistazo a las huellas de los neumáticos. A ver qué saca.

—Lo que usted mande.

—También quiero hablar con ese tal Faustino, el porquero.

—No hay problema.

—Y... —Arturo contempló los espejismos humeantes que exhalaba la tierra— ¿dónde puedo encontrar a ese duque?

—En su propiedad de Las Recias. Si no está allí, suele cazar por la sierra de San Pedro.

Arturo asintió.

—Gracias. Y una cosa más, Salvador.

—Dígame.

—Usted sabe que sobre lo que le han hecho a esa pobre niña el cielo no hablará, el campo no hablará, las moscas no hablarán y Dios no dirá ni pío.

El guardia afirmó sin mediar palabra, circunspecto.

—Pero para eso estamos nosotros aquí, ¿cierto?

—Cierto.

—Lo que realmente quiero saber es si usted va a estar conmigo.

La mandíbula de Salvador se endureció.

—Estoy con usted.

---Me alegro..., me alegro mucho. Y ahora mírela —señaló a la cría.

El guardia le echó un vistazo al cuerpo y volvió a mirar a Arturo.

—Mírela otra vez —le animó este con una sonrisa.

Salvador la observó, pero cuando iba a torcer la cabeza, Arturo le contuvo.

—No, siga mirándola, mírela bien —su gesto se petrificó—. No deje de mirarla el resto de su vida... 

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